miércoles, 30 de julio de 2008

Último post y relato de despedida

Este blog nació para contar mis impresiones y pensamientos durante mi año estudiando en los Estados Unidos. Durante esos 9 meses he escrito aquí muchas de mis experiencias en un país increible pero muy distinto a España.

Mi paso por Norteamérica ha dejado su huella en mi vida. En octubre me voy a vivir a Seattle, en el estado de Washington, por motivos de trabajo. Es una buena oportunidad que no voy a desaprovechar, y seguro que vivo grandes momentos allí. Pero siempre es difícil marcharse a un lugar desconocido, empezar de cero y dejar tantas cosas atrás en tu país. Habrá también malos momentos, en los que echaré de menos a mi familia y a mis amigos.

Me gustaría poder reflejar todo eso, como recuerdo y como liberación, y creo que para eso este blog se queda pequeño. Por eso voy a empezar un nuevo blog, más personal y profundo que este, en el que escribiré sobre sentimientos, pensamientos y cosas que se me pasen o que se me pasaron por la cabeza en algún momento.

También escribiré relatos, como el que dejo a continuación, que será el último post de este blog y el primero del nuevo. Espero que os guste.


ABRAZOS

- “Me encantan los abrazos” – dijo ella con una sonrisa.

Acto seguido le abrazó. Fue uno de esos abrazos que transmiten sentimientos, que dicen muchas cosas sin necesidad de hablar. Porque hay abrazos y abrazos, y sin duda ese era un abrazo de verdad.

Él nunca antes había oído a una chica decir algo así. Las demás mujeres con las que había compartido su lecho preferían besos o simplemente sexo. Pero ella era distinta, no era como las demás. Siempre sonreía, y sus ojos, aún siendo pequeños, estaban llenos de sabiduría y de ganas de vivir.

Por un momento pensó que quizá había encontrado eso que llevaba tanto tiempo buscando sin saber muy bien qué era. Y la estrechó entre sus brazos, abrazándola con todas sus fuerzas, como si no quisiera dejarla escapar jamás, consciente de que quizá no volviese a vivir un momento así en mucho tiempo. Dejó caer sus párpados suavemente y por unos segundos sintió que era completamente feliz.


Pero con los tenues rayos del amanecer se acabó aquella noche mágica y la vida siguió su curso. Todo era distinto a la luz del sol.

Durante el día apenas hablaron, salvo algún que otro gesto cariñoso cuando se cruzaban. Llegó la noche, y tampoco se dijeron nada. Se miraban de vez en cuando, pero no se atrevían acercarse el uno al otro. A media noche, ella, cansada, se retiró a su habitación sin despedirse. Él no entendía nada. ¿Estaría arrepentida? ¿Le daba vergüenza? Sentía un profundo dolor en su interior, y su cabeza ardía con el recuerdo de su cálida piel.

Quizá fue el destino, o simplemente casualidad, pero la noche siguiente se volvieron a encontrar. El cielo estaba precioso, lleno de estrellas, y la luna, de un color rojizo, iluminaba levemente las montañas del valle. Querían contemplar las estrellas alejados del ruido de los otros habitantes del pueblo y de pronto allí estaban los dos, solos, únicamente rodeados de árboles y de picos que soñaban con poder tocar el cielo algún día.

No se dijeron nada, tan solo se abrazaron. Y quién sabe cuanto tiempo estuvieron así, porque durante ese instante el resto del mundo no importaba. Después hablaron. Hablaron sin dejar de abrazarse. Hablaron sobre su pasado, sobre los sentimientos, sobre lo bien que se sentían el uno junto al otro. También hablaron sobre antiguos amores, y ella le confesó que tenía muchas cosas en la cabeza y que quizá este no era el mejor momento.

Desde aquella noche, cada día que pasaba hablaban menos. Él veía que ella no lo estaba pasando bien. Y sufría, porque quería ayudarla y no podía, y porque se sentía ignorado. No sabía que hacer, y por eso decidió esperar. Y esperó, y esperó, pero ella seguía sufriendo y él lo pasaba cada vez peor. Porque bien es sabido que esperando jamás se solucionó ni el menor de los problemas.

Llegó el momento de la despedida, el final de aquellos días apartados de la rutina diaria. Consciente de que posiblemente no la volvería a ver nunca más, mientras le decía adiós, puso en su mano un pequeño objeto muy especial para él. Era un dado, un dado rojo de 20 caras. Un dado pequeño, pero aún siendo pequeño tenía todas sus caras simétricas, exactamente del mismo tamaño. Un icosaedro perfecto. Se lo dio con la esperanza de que algún día, quizá dentro de varios años, cuando viese aquel dado, recordase aquellos momentos juntos, pequeños pero muy bonitos. Ella respondió con un ‘gracias’ y un ‘lo siento’, y cada uno siguió su camino.

Y es que muchas veces en la vida no basta con encontrar a la persona adecuada. También hay que encontrarla en el momento preciso.